"Vino entonces a mí uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas postreras, y habló conmigo, diciendo: Ven acá, yo te mos- traré la desposada, la esposa del Cordero. Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal. Tenía un muro grande y alto con doce puertas; y en las puertas, doce ángeles, y nom- bres inscritos, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel; al oriente tres puertas; al norte tres puertas; al sur tres puertas; al occidente tres puertas. Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero. El que hablaba conmigo tenía una caña de medir, de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muro. La ciudad se halla establecida en cuadro, y su longitud es igual a su anchura; y él midió la ciudad con la caña, doce mil estadios; la longitud, la altura y la anchura de ella son iguales. Y midió su muro, ciento cuarenta y cuatro codos, de medida de hom- bre, la cual es de ángel. El material de su muro era de jaspe; pero la ciudad era de oro puro, semejante al vidrio limpio; y los cimientos del muro de la ciudad estaban adornados con toda piedra preciosa. El primer cimiento era jaspe; el segundo, zafiro; el tercero, ágata; el cuarto, esmeralda; el quinto, ónice; el sexto, cornalina; el séptimo, crisólito; el octavo, berilo; el noveno, topacio; el décimo, crisopraso; el undécimo, jacinto; el duodécimo, amatista. Las doce puertas eran doce perlas; cada una de las puertas era una perla. Y la calle de la ciudad era de oro puro, transparente como vidrio. Y no vi en ella templo; por- que el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero. La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Y las naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de ella; y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella. Sus puertas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche. Y llevarán la gloria y la honra de las naciones a ella. No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están ins- critos en el libro de la vida del Cordero. Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones. Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes. No habrá allí más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los siglos" (Apocalipsis 21:9 – 22:5).
El ángel que le acompaña en su visión, identifica a la hermosa ciudad como “la esposa del Cordero” (Apocalipsis 21:9). Sin dudas, es una referencia a la Iglesia del Señor (2 Corintios 11:2; Efesios 5:22-27; Apocalipsis 19:7), habitada por los santos de todas las dispensaciones, tanto las del Antiguo como las del Nuevo Testamento. La nueva Jerusalén será la residencia eterna de los redimidos en “compañía de millares de ángeles” (Hebreos 12:22-24), cumpliéndose así la profecía de Jesús: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Juan 14:2; cf. 2 Corintios 5:1).
Seguidamente, el apóstol Juan comienza a describirnos el fulgor y la gloria de la ciudad de Dios, haciendo lo mejor que puede con nuestro incapaz lenguaje humano ante tanta magnificencia y esplendor. Hay que tener siempre en cuenta que Juan, aunque inspirado por el Espíritu Santo (2 Pedro 1:21), es un hombre pecador como nosotros y está tratando de explicar con palabras humanas una ciudad santa, algo imposible. En su mente debería resonar las palabras del apóstol Pablo: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9). Por su luminosidad, la ciudad que vio descender del mismo cielo parecía prácticamente un cristal o, mejor dicho, un diamante. De la misma manera que “Dios es luz” (1 Juan 1:5; cf. Isaías 60:1-4), Juan quedó sorprendido por su resplandor y claridad, pues tanto la ciudad como su calle principal eran de “oro puro” (Apocalipsis 21:18, 21).
En su visión, Juan también vio el muro que rodeaba la ciudad. Era una muralla grande y alta con 12 puertas de perlas (Apocalipsis 21:21) que nunca se cierran (Apocalipsis 21:25) dando una gran sensación de seguridad y solidez. Al ser la ciudad de planta cuadrada (Apocalipsis 21:16) en cada lado del muro que acordonaba la ciudad había 3 puertas (Apocalipsis 21:12-13) con ángeles que la custodian en cada una de ellas y con el nombre inscrito de cada una de las 12 tribus de Israel (Ezequiel 48:31-34; Isaías 6:1-3).
El muro tenía también 12 cimientos dispuestos con los nombres de los 12 apóstoles (Apocalipsis 21:14) y adornados con toda suerte de piedras preciosas: jaspe, zafiro, ágata, esmeralda, ónice, cornalina, crisó- lito, berilo, topacio, crisopraso, jacinto y amatista (Apocalipsis 21:18- 20). Sin dudas, la visión en conjunto de esta arquitectura divina dejaría pasmado al apóstol. Es algo inverosímil e inconcebible en la tierra, algo que sobrepasa la mente humana. Aunque la iglesia fue edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, la piedra principal seguirá siendo Jesucristo (Efesios 2:20; 1 Pedro 2:6; cf. Mateo 16:18).
Juan, incluso nos informa sobre las medidas y dimensiones que tendrá la ciudad santa que, por cierto, son enormes. Al ser, como hemos dicho, de planta cuadrada, tanto su longitud como anchura y altura son iguales, equivalentes a 12.000 estadios (Apocalipsis 21:16). Si un estadio equivale a 182 metros entonces, 12.000 estadios son iguales a 2.184.000 metros, o lo que es lo mismo, 2.184 kilómetros tanto de largo como de ancho y alto. Por tanto, al ser un cuadrado, su superficie total es igual a 4.769.856 Km2 (2.184 x 2.184). Para hacernos una idea de tan gigantesca magnitud, la India tiene una superficie de 3.287.263 Km2 con más de 1.409 millones de habitantes y es el séptimo lugar entre los países más extensos del planeta. La ciudad santa, la Nueva Jerusalén, superará en tamaño a este país.
Si esta medida de superficie para una ciudad resulta insuperable, su altura es colosal pues nuestra mente debe imaginar -si le es posible- otros 2.184 kilómetros, pero hacia arriba. A esa distancia de la tierra se encuentra lo que conocemos por ‘exosfera', es la última capa de la atmósfera de la tierra y una zona de tránsito entre la atmósfera terrestre y el espacio interplanetario en la cual se pueden encontrar satélites meteorológicos de órbita polar. Algo totalmente ajeno al mejor arquitecto humano, con toda nuestra tecnología actual a su disposición.
Por tanto, si sabemos la altura de la ciudad, también podemos conocer su volumen: 2.184 Km (longitud) x 2.184 Km (ancho) x 2.184 Km (alto) = 10.417.365.504 Km3 (diez mil cuatrocientos diecisiete millones trescientos sesenta y cinco mil quinientos cuatro kilómetros cúbicos). Durante el Éxodo, los israelitas construyeron un santuario desmontable e itinerante bajo unas instrucciones dadas por Dios a Moisés en el monte Sinaí (Éxodo 26). Dentro de él se encontraba una pequeña habitación, el lugar santísimo, a la que sólo podía acceder el Sumo Sacerdote una vez al año, el Día de la Expiación o Yom Kippur. Cuando el rey Salomón construyó el Templo de Jerusalén, el lugar santísimo, tenía la forma de un cubo perfecto, “veinte codos de largo, veinte de ancho, y veinte de altura” (1 Reyes 6:20; 2 Crónicas 3:8; cf. Ezequiel 41:4). Si la medida de un ‘codo’ equivale a 45 centímetros, tenemos que 20 codos resultan ser 9 metros (20 codos x 45cm = 900 cm = 9 m). En otras palabras, el lugar santísimo del Templo de Salomón, con capacidad para una sola persona, medía 9 m , es decir 9 x 9 x 9 = 729 m / persona.
Si esta misma relación la trasladamos a la Nueva Jerusalén -que también es un cubo perfecto como el del Templo de Salomón, un lugar santísimo de tamaño descomunal- por una sencilla regla de tres obtenemos que la ciudad de Dios tiene capacidad suficiente para albergar a 14.289.938.963 personas. Sin ser dogmático ni concluyente en este asunto, según estas cifras podríamos concluir que más de 14.000 millones de personas podrían ser el número de personas salvas que habiten en la futura ciudad santa.
X = 10.417.365.504 / 0,729 = 14.289.938.963 personas.
El apóstol Juan, también nos ofrece las medidas del muro que rodea la ciudad, 144 codos (Apocalipsis 21:17). Si, como ya se ha dicho, 1 codo es igual a 45 centímetros, el muro de la Nueva Jerusalén medirá unos 65 metros, en este caso no sabemos si de alto o ancho ya que Juan no lo especifica. Si el muro fuera de 65 metros de alto (correspondiente a un edificio de unas 25-30 plantas), se trataría de una muralla muy pequeña con relación a la altura de la gran ciudad. No obstante, hay que tener en cuenta que el muro no tiene la finalidad de proteger o defender la ciudad (recordemos que está custodiada por ángeles y en un estado eterno sin pecado no haría falta tal defensa), más bien de dar la sensación de solidez, delimitación e incluso decoración.
Juan prosigue con la descripción de la Nueva Jerusalén ofreciéndonos más detalles. El apóstol echó en falta un templo dentro de ella (Apocalipsis 21:22). En la Jerusalén terrenal el templo era imprescindible pues era el centro de la vida espiritual. En la Jerusalén celestial, en cambio, no hará falta pues, “el Altísimo no habita en templos hechos de ma-nos. El cielo es su trono, y la tierra el estrado de sus pies” (Hechos 7:48- 49, 17:24; cf. Isaías 66:1). Es evidente, toda la grande y santa ciudad es en sí misma un santuario. Es “el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos” (Apocalipsis 21:3).
La nueva Jerusalén tampoco tendrá necesidad de sol ni de luna (Apocalipsis 21:23), cumpliéndose así la profecía de Isaías: “El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua, y el Dios tuyo por tu gloria. No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna; porque Jehová te será por luz perpetua, y los días de tu luto serán acabados” (Isaías 60:19; cf. Isaías 24:23). La fuente de luz interna de la Nueva Jerusalén procederá del mismísimo Dios, por tanto, “No habrá allí más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 22:5; cf. Salmos 104:2; Juan 1:7-9, 8:12).
Juan continúa mostrándonos los últimos trazos de su extraña y sorprendente revelación:
"Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cris- tal, que salía del trono de Dios y del Cordero. En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las na- ciones. Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes. No habrá allí más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los siglos"(Apocalipsis 22:1-5).
Dentro de la Nueva Jerusalén, Juan vio un río de agua reluciente y brillante como el cristal que salía del trono de Dios y en sus riberas se encontraba el árbol de la vida, de frutos variados, cuyas hojas eran para la sanidad de las naciones. Esta imagen nos recuerda los comienzos de la humanidad en el huerto del Edén: “Y Jehová Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer; también el árbol de vida en medio del huerto, y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Y salía de Edén un río para regar el huerto, y de allí se repartía en cuatro brazos” (Génesis 2:9-10; cf. Ezequiel 47:1- 12; Joel 3:18; Zacarías 14:8).
Lo más importante de la Nueva Jerusalén, el maravilloso lugar eterno para los hijos de Dios, es la ausencia total de pecado y condenación (Apocalipsis 22:3). “Y morarán en ella, y no habrá nunca más maldición, sino que Jerusalén será habitada confiadamente” (Zacarías 14:11). Allí, escribe el apóstol Juan, todo aquel podrá “ver el rostro de Dios” (Apocalipsis 22:4a; cf. Mateo 5:8). Sin embargo, la Escritura dice que nadie ha visto ni podrá ver a Dios (Juan 1:18, 5:37; Colosenses 1:15; 1 Timoteo 1:17, 6:16) pues el Altísimo es Espíritu (Juan 4:24; 2 Corintios 3:17) ¿Acaso se contradice la Palabra de Dios? Por supuesto que no. Jesús, el Hijo de Dios, dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9; cf. Juan 12:44-45; Hebreos 1:3). Dios, el Padre; Jesucristo, el Hijo y el Espíritu Santo son la misma persona. Uno y tres al mismo tiempo (Juan 10:30, 38; cf. Juan 14:10, 15:26, 17:11, 22; 2 Corintios 13:14; 1 Pedro 1:2), otro gran misterio que nuestra pobre mente humana no puede resolver.
En la futura gran ciudad santa, sus habitantes “tendrán escrito el nombre de Dios en sus frentes” (Apocalipsis 22:4b; cf. Apocalipsis 3:12, 14:1). Es una forma de decir que el creyente es propiedad de Dios, los santos le pertenecen a Él (Juan 10:27-29; 1 Corintios 3:22-23; Efesios 1:13-14). Los hijos de Dios serán sellados para vida eterna, en contraste con la marca del Anticristo que serán sellados para condenación perpetua. En el reino eterno de Dios, “Jesús, el Hijo del Altísimo, reinará para siempre [y los creyentes con Él], y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:31- 33; cf. Isaías 9:6-7; Apocalipsis 22:5).