Aunque todo el mundo reconoce al menos intelectualmente la realidad y certeza de la muerte, no obstante a menudo no estamos dispuestos a enfrentarnos a lo inevitable de nuestra propia muerte. Así que vemos dentro de nuestra sociedad numerosos intentos por evitar pensar en ella. Utilizamos toda una serie de eufemismos para evitar reconocer la realidad de la muerte física. Las personas no se mueren: expiran, o pasan a mejor vida. Ya no tenemos tumbas, sino cementerios o parques conmemorativos. Incluso en la iglesia, sólo se habla de la muerte durante la Semana Santa o en los funerales. Mucha gente no hace testamento, algunos probablemente por pereza, pero otros porque aborrecen la idea de la muerte. La muerte es una de las realidades duras de la vida: todo el mundo va a envejecer, morir, ser llevado a un cementerio y enterrado o incinerado. Este es nuestro fin inevitable. La vida, si se vive de forma adecuada, debe incluir la aceptación del hecho de la muerte. La muerte sencillamente es el fin del proceso, la etapa final de la vida, y debemos aceptarlo.
El apóstol Pablo reconoce que la muerte siempre está presente en el mundo: “pues nosotros, que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida” (2 Corintios 4:11-12).
No obstante, ¿qué es la muerte? ¿Cómo la definiríamos? Varios pasajes de las Escrituras hablan de muerte física, o sea el cese de la vida en nuestro cuerpo físico. En Mateo 10:28, por ejemplo, Jesús contrastó la muerte del cuerpo con la muerte del cuerpo y el alma: “No temáis a los que matan el cuerpo pero el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno”. La misma idea aparece en Lucas 12:4-5: “Os digo, amigos míos: No temáis a los que matan el cuerpo, pero después nada más pueden hacer. Os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que, después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno. Sí, os digo, a este temed”. Finalmente, también se hace referencia a la muerte en Eclesiastés 12:7 como separación del cuerpo y el alma (o espíritu): “antes que el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio”. Este pasaje es reminiscencia de Génesis 2:7 (Dios formó al hombre del polvo de la tierra soplando en su nariz aliento de vida) y 3:19 (el hombre volverá al polvo). En el Nuevo Testamento, Santiago 2:26 también habla de la muerte como separación del cuerpo y el espíritu: “Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, también la fe sin obras está muerta”.
De lo que estamos tratando es del cese de la vida en el estado corporal que nos resulta familiar. Sin embargo, esto no supone el fin de la existencia. La vida y la muerte, según las Escrituras, no se deben considerar en términos de existencia o no existencia, sino como dos estados diferentes de existencia. La muerte simplemente es una transición a un modo distinto de existencia; no es como algunos piensan, la extinción.
Además de la muerte física, las Escrituras hablan de la muerte espiritual y de la muerte eterna. La muerte física es la separación del cuerpo y el alma; la muerte espiritual es cuando la persona se separa de Dios; la muerte eterna -también conocida en la Biblia como "segunda muerte" (Apocalipsis 21:8)- es el resultado final de ese estado de separación: uno se pierde para toda la eternidad en su condición de pecador.
Muerte física: ¿natural o innatural?
Ha habido un gran debate sobre si los humanos fueron creados mortales o inmortales, sobre si habrían muerto en caso de no haber pecado. Nuestra posición es que la muerte física no formaba parte originalmente de la condición humana. Pero la muerte siempre estuvo allí como una amenaza si el hombre pecaba, o sea, si comía o tocaba el árbol prohibido (Génesis 3:3). Aunque la muerte con la que se amenazaba debía ser, al menos en parte, muerte espiritual, parece que también tenía que ver con la muerte física ya que el hombre y la mujer debían ser expulsados del Jardín del Edén para evitar que comieran del árbol de la vida y vivieran para siempre (Génesis 3:22-23). Algunos de los pasajes de las Escrituras que se han presentado como prueba de que la muerte física es el resultado del pecado humano realmente no prueban eso. Uno de los casos es Ezequiel 18:4, 20: “El alma que peque, esa morirá”. La referencia aquí es a la muerte espiritual o a la muerte eterna, porque el texto continúa diciendo que si el pecador se aparta de sus pecados vivirá, y no morirá (vv. 21-22). Como tanto el creyente como el no creyente experimentan la muerte física, aquí no puede hacer referencia a la muerte física. Lo mismo ocurre con Romanos 6:23: “porque la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro”. Que se contraste la vida eterna con la muerte sugiere que el resultado del pecado que se tiene en mente aquí es la muerte eterna, no la muerte física. En 1 Corintios 15, sin embargo, Pablo se está refiriendo claramente, al menos en parte, a la muerte física cuando dice: “pues por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos” (v. 21). Porque la muerte física es uno de los males a los que se enfrentó y que venció la resurrección de Cristo. Él mismo se libró de la muerte física. Este versículo, pues, es la prueba de que la muerte física procede del pecado humano; no formaba parte de la intención original de Dios para la raza humana.
La muerte, por tanto, no es algo natural para los humanos. Es algo extraño y hostil. Pablo la representa como un enemigo (1 Corintios 15:26). Y existen pocas dudas de que el mismo Dios considere la muerte como un mal y una frustración de su plan original. El mismo Dios es el dador de vida; los que frustran su plan de vida derramando sangre humana deben sacrificar su propia vida (Génesis 9:6). Al enviar la muerte está expresando su desaprobación del pecado humano, de que hayamos frustrado sus intenciones para con nosotros. Eso fue lo que ocurrió cuando Dios envió el diluvio para que acabara con todo ser (Génesis 6:13), la destrucción de Sodoma y Gomorra (Génesis 19), el castigo de Coré y todos los que se rebelaron con él (Números 16), y muchos otros ejemplos de pena de muerte. En cada caso, esa fue la consecuencia no natural que tuvieron que pagar por su pecado. El salmista representa de forma vívida la muerte como expresión de la ira de Dios: “Los arrebatas como con torrente de aguas; son como un sueño. Como la hierba que crece en la mañana: en la mañana florece y crece; a la tarde es cortada y se seca. Ciertamente con tu furor somos consumidos y con tu ira somos turbados” (Salmos 90:5-7). No obstante, Dios también es compasivo. Jesús llora en la muerte de Lázaro (Juan 11:35), y en otras ocasiones también devuelve los muertos a la vida.
Los efectos de la muerte
Para el no creyente la muerte es una maldición, una condena, un enemigo. Porque aunque la muerte no ocasiona la extinción o el fin de la existencia, nos separa de Dios y de cualquier oportunidad de conseguir la vida eterna. Pero para los que creen en Cristo, la muerte tiene un carácter diferente. El creyente sigue teniendo que soportar la muerte física, pero la maldición ha desaparecido. Porque el mismo Cristo se hizo maldición por nosotros muriendo en la cruz (Gálatas 3:13), los creyentes, aunque siguen estando sujetos a la muerte física, ya no experimentan su poder atemorizante, su maldición. Como dijo Pablo: “Cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘Sorbida es la muerte en victoria’. ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria?, porque el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la Ley. Pero gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:54-57).
Mirando a la muerte como si fuese un enemigo, los no cristianos no ven nada positivo en ella y retroceden ante ella con miedo. Pablo, sin embargo, fue capaz de tener una actitud totalmente distinta hacia ella. Vio la muerte como un enemigo conquistado, un adversario previo que ahora se ve obligado a hacer la voluntad del Señor. De esa manera Pablo consideraba la muerte como algo deseable porque le llevaría ante la presencia de su Señor. Escribió a los filipenses: “conforme a mi anhelo y esperanza de que en nada seré avergonzado; antes bien con toda confianza, como siempre, ahora también será magnificado Cristo en mi cuerpo, tanto si vivo como si muero, porque para mí el vivir es Cristo y el morir, ganancia...De ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:20-23.
El creyente por tanto puede enfrentarse a la perspectiva de la muerte sabiendo que sus efectos no son finales, ya que la muerte misma ha sido destruida. Aunque la ejecución final de este juicio sobre la muerte todavía tiene que producirse en el futuro, el juicio en sí ya se ha llevado a cabo y se ha confirmado. Incluso el Antiguo Testamento contiene profecías de la victoria sobre la muerte: “Destruirá a la muerte para siempre, y enjugará Jehová el Señor las lágrimas de todos los rostros y quitará la afrenta de su pueblo de toda la tierra; porque Jehová lo ha dicho” (Isaías 25:8); “De manos del Seol los redimiré, los libraré de la muerte. Muerte, yo seré tu muerte; yo seré tu destrucción, Seol. La compasión se ocultará de mi vista” (Oseas 13:14). En 1 Corintios 15:55 Pablo cita el segundo pasaje, y en Apocalipsis 21:3-4 Juan recoge el primero: “Y oí una gran voz del cielo, que decía: ‘El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron”. En el capítulo anterior Juan había escrito: “La muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego” (Apocalipsis 20:14a). Pasajes como estos dejan claro que la muerte ha sido vencida y que al final será destruida.
Pero ¿por qué es necesario que el creyente experimente en cualquier caso la muerte? Si la muerte física, al igual que la espiritual y la eterna, es el castigo por el pecado, cuando se nos libra del pecado y de sus últimas consecuencias (la muerte eterna), ¿por qué no se nos puede librar también del símbolo de esa condena, o sea, de la muerte física? Si Enoc y Elías fueron llevados ante el Señor sin tener que pasar por la muerte (Hebreos 11:5; 2 Reyes 2:11), ¿por qué no debería ser ese paso la experiencia para todos aquellos que tienen su fe puesta en Cristo? ¿No es como si algo de la maldición por el pecado todavía permaneciese en aquellos a los que ya se les ha perdonado el pecado?
Louis Berkhof |
Un día toda consecuencia del pecado será eliminada, pero ese día todavía no ha llegado. La Biblia en su realismo, no niega el hecho de la muerte física universal, pero insiste en que tiene una importancia diferente para el creyente y para el no creyente.